La isla de hormigón de J. G. Ballard


Ballard era un autor al que le tenía muchas ganas. Llevaba tiempo con él en la lista de pendientes. Me habían hablado de él mientras trabajaba en la librería, había leído opiniones favorables en internet, y varias personas que conozco me lo habían recomendado. Después de mucho tiempo con esta novela en la estantería, me lancé a por ella.

El planteamiento de La isla de hormigón captó mi atención en cuanto lo leí. Un viernes al volver del trabajo, un conductor se sale del carril de la autopista por la que circula y va a parar a una mediana. El coche queda detrozado y una de sus piernas, gravemente herida. Para regresar a la carretera y pedir ayuda debe ascender un terraplén realmente empinado. La pierna se lo impide. En mitad de la civilización, el personaje se encuentra convertido en un náufrago.

¿Fascinante, verdad? Por desgracia, el desarrollo posterior y su ejecución deja mucho que desear. A las pocas páginas el autor constata que se encuentra en una encrucijada similar a la de su personaje sin saber hacia dónde tirar. Las descripciones son tan abundantes como grises (metafórica y literalmente, pues se harta de hablar de asfalto). Va y vuelve sin rumbo, sumando tedio y hastío a la lectura, para finalmente elegir un camino estrafalario que acaba de rematar la novela.

Profundiza poco en la psicolgía del protagonista, y cuando lo hace es de manera torpe y obvia. Un suceso así precisa tener un eco colectivo: tratar el aislamiento del individuo en la urbe, o la invasión del espacio urbano por parte del tráfico rodado. O podía haberle creado un trasfondo interesante a su anodino personaje. Pero no, no encontré nada atrayente ni en la prosa ni en la historia. Practiqué el arte de la lectura en diagonal y pasé a otro libro.

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